24 ene 2010

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Y allí, echada en aquel asqueroso sofá estampado de hotel, que tantos fugaces escarceos había presenciado, y con la cabeza sobre las rodillas de él (él, él, siempre él) decidió que había llegado el momento. Que el cielo debía estar celoso por aquella perfección, y que le apetecía quedarse allí para siempre. Pensó en todas aquellas cosas que podrían destrozar aquel momento, incluido el ruido que hacía ella misma al respirar y los estrambóticos latidos de su corazón. Asique sin más, dejó de respirar, y pereció en aquel mugriento lugar que ella consideró tan perfecto.

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