10 ene 2010

Ella.

Sentada en aquella butaca del salón, con el benjamín de sus tres hijos jugando sobre sus rodillas, ella no podía dejar de pensar en aquellos brazos. Aquellos brazos fuertes y torneados que la abrazaban y la acariciaban con tanta intensidad que parecía que quisieran fundirse con su propio cuerpo. Pensaba también en aquellos labios que, sutiles pero apasionados, recorrían beso a beso su cuello desde la clavícula hasta el hueco debajo de su oreja, por donde sus arterias enviaban desbocádamente sangre a su aturdida mente. Si, le volvían loca aquellos brazos y aquellos besos. Perdía el control. "¡Porfavor céntrate!" pensaba, y se encontraba de nuevo en aquel salón.
Le dirigió una mirada a su marido, que leía absorto el periódico, y pensó que era una pena que no fueran aquellos los brazos con los que ella tanto disfrutaba.
Un par de horas después se ataba el cinturón de su gabardina y salía en busca alguno de aquellos, y entre ellos era Julia, entre otros Marta, María, aquellos labios susurraban contra su cuello "Eva, Judith, Susana, Sofía" Y era siempre ella, la que enloquecía, la que perdía el control.
Y no podía evitar sonreir al pensar que tenía todo lo que podía desear una mujer.

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